Cada día que pasa, voy convenciéndome que nací para estar soltero y ser un pendejo. No soy ludópata ni adicto a ninguna droga, puede que me guste un poco el alcohol, pero sí tengo un vicio: las mujeres. Ellas, en plural, me sosiegan. Como si se tratara de los efectos de sustancias adictivas reales y reacciones de consumidores consolidados, los efectos de consumir, sujetos del sexo femenino en mi caso, son los mismos: ansiedad por la suspensión de su uso cotidiano, sensaciones extremas de placer, autoconfianza y estabilidad al emplearlas y, quiero subrayar esta parte, descontrol, estrés, impotencia e insatisfacción cuando los efectos del componente no son los esperados por el usuario. Digo subrayar esa parte porque mi último consumo no me dejó las secuelas que quise haber disfrutado para estar tranquilo durante más tiempo. Fue como si lo hubiera fumado pero no aspirado. Desde esa última ocasión sigo lúcido.

Ya la había visto en una fiesta hace un par de años y, en otra ocasión, saliendo de la Cato (Universidad Católica del Perú) con un pata de mi promoción del colegio. La conocía de mirada y por un par de saludos con beso en la mejilla, pero más nada. Eso sí, la tenía agregada al Facebook. No sé, ni recuerdo, si ella me agregó o yo a ella, pero finalmente allí estaba. Un día, ahora sí recuerdo, fue un jueves de una determinada semana, sin tener nada que hacer ni perder, decidí hablarle, pero todo tranqui al comienzo. Empezamos conversando del inicio de ciclo de nuestras universidades y sobre si le gustaba tonear y era de esas flacas que paraban haciéndolo como si la música y el alcohol se fueran acabar, como si no hubiera un mañana y no conocieran el concepto o estilo de vida de quedarse en casa con la familia. Le causó gracia y me contestó que era muy floja para estar en ese trajín, que prefería las reus tranquilas con amigos y bailar un poco con sus amigas. Y me gustó porque tampoco soy de los que paran de fiesta cada fin de semana. Al menos algo había en común.

Dejamos la conversación para otro día y la retomamos el sábado de la misma semana, es decir, dos días después. Ella se encontraba en una reu de patas, entre ellos mi amigo de mi promo al que acompañó a la Cato y vi con ella antes. Al instante, nos pusimos a hablar de cómo lo conoció, mientras yo presumía por fotos de mi nuevo carro (obviamente no le dije que mi viejo me lo prestaba). La charla continuó hasta que llegamos al punto de quedar para vernos y conocernos el lunes, en dos días. Tenía el presentimiento de que esto marchaba muy bien. Todo rápido e improvisado. Algo que sale de la nada y te emociona, así como cuando un conocido o amigo tuyo, tu “caño” (sujeto que facilita la obtención de drogas al consumidor), te habla y dice que tiene una pavita y que le des el encuentro rápido para darle vuelta. Me premedité y sabía que el momento de volver a drogarme estaba cerca.

Hasta que llegó el ansiado lunes. Ese día tenía clases en la universidad desde la mañana hasta la tarde. Había quedado en encontrarme con ella a eso de las cinco de la tarde, así que me aseguré llevando, en taper, mi almuerzo de ayer y calentarlo cuando me diera hambre mientras estudiaba; aparte no podía permitirme gastar innecesariamente ni un sol porque estaba misio y los únicos ahorros que tenía, los que mi viejo me daba por semana, los planeaba gastar en gasolina para el carro, la camioneta. La primera impresión es básica, así que no dudé en llevar la caña.

Dieron las cinco de la tarde y fui a recogerla a su casa. Vivía en un depa en San Isidro, casi en la misma Javier Prado. Era ficha la flaca, pero no sabía que salía con un tipo del Rímac y que ahorraba todos sus ingresos de la semana para ponerle tres galones de gasolina a la mionca prestada de su padre. Era un año menor que yo y era alta, casi de mi tamaño, aunque alto tampoco soy. Su piel era trigueña y su cabello era muy laceo y de color negro. Tenía los dos dientes delanteros de la parte superior ligeramente más grandes que los demás y eso le generaba un cierto parecido a un conejo, pero uno lindo ya que su sonrisa era singular. Sus ojos eran grandes y pardos y su perfume y labios olían a sabores frutales. Nos saludamos y le mencioné que iríamos al Parque de la Pera, a sentarnos en unos banquitos cuya vista da directamente al mar y, estratégicamente en el lugar, hace muchísimo frío. Durante el camino hablábamos de cosas triviales porque, en realidad, los dos ya queríamos llegar al lugar propuesto.

Arribamos a nuestro destino y seguimos con la charla. Cada vez que la miraba a los ojos, ella me quitaba la mirada y se avergonzaba. Cuando la hacía reír, soltaba esa risita tan cándida y adorable de chiquilla recién salida del cascarón. Allí fue cuando reafirmé mis convicciones de que se trataba de una recién llegada al mundo, una inexperimentada. “Es una niña”, pensé hasta ese momento, pero el tiempo se encargaría de hacer cambiar mi punto de vista. En determinados pasajes de la plática, me di cuenta que, a la vez que miraba mis ojos, repentinamente su mirada cambiaba de dirección hacia mis labios. Fui entendiendo sus gestos y el final de la historia se iba escribiendo por si solo.

El frío en esa parte del parque era muy fuerte, pero tengo la “capacidad” de que mis manos se mantengan siempre calientes a pesar de las condiciones climáticas más frías. Dicho esto, se lo comenté y agarré las suyas. Para su altura, eran bastante grandes, pero encajaban perfecto con las mías. Efectivamente, calenté la fría atmósfera y estuvimos un considerable tiempo en esa posición mientras seguíamos conversando. El frío seguía aumentando y exigía tomar precauciones de mayor nivel. Me abrazó y puso su cabeza en mi hombro. La abrazaba muy fuerte y trataba de pegarla a mí lo más cerca que podía. Mi cabeza también yacía responsando sobre la suya y supe que el momento había llegado.

En la primera mirada que nos dimos, hizo nuevamente ese intercambio de ojos-labios conmigo. Me acerqué, la mire fijo a los ojos, sin sentir vergüenza ni tampoco ella, y la besé. Mis labios eran ligeramente más grandes que los suyos y la congruencia entre ambos era natural. Por fin estaba consumiendo y alimentado mi adicción una vez más y no quería dejar de hacerlo. Para estar más calientes, fuimos al carro. Allí nos seguimos besando, pero en la parte trasera, ya que la separación entre conductor y copiloto era muy grande e incómoda para seguir con nuestro desmán.

Se hacía tarde y teníamos que volver a nuestras casas porque, para mala suerte de los dos, comenzábamos clases muy temprano al día siguiente. Conduje hasta su jato, me estacioné frente a ella, me dio un pequeño beso de despedida y se fue. Quién diría que ese sería el último.

Le hablé por la tarde del día siguiente y, a primera instancia, percibí que ya no era lo mismo. Ella solo respondía a lo que le preguntaba y se desenvolvía en un lenguaje monótono, distinto a lo que era días atrás. De pronto se convirtió en una chica fría, inexpresiva, de las que responden malaso y pasas página o cerras la ventanita del Whatsapp. No quería que estuviera sucediendo lo que en un principio había sospechado. Era una flaca hola y chau. Tampoco es que me hubiera enamorado de ella o gustado por su forma de ser en sobre exceso, pero quería seguir consumiéndola, como si de un unas líneas o un tronchito se tratara. Esa primera y única vez no me dejó satisfecho y ya quería una segunda pitada, aspirada o inyectada, como ustedes quieran imaginárselo. Ya todo era en vano y mi ansiedad comenzó a aparecer. Aquí fue cuando ese tercer síntoma de reconocimiento de un drogadicto se hizo manifiesta: la insatisfacción e impotencia por no obtener los resultados deseados por el producto. Siempre recibí todas las dosis que quería de cualquier otra droga, pero nunca podré volver a probar esa mezcla exquisita de sustancias que terminaron formándola a ella.